Desde hace un siglo hasta ahora, hemos sufrido la experiencia de dos totalitarismos, el comunista seguido del fascista.

El primero aún pervive en varios países, ya sea con su nombre original, u otro más o menos disimulado. Siguen presentándolo como la panacea universal de todos los males de la humanidad, unos descerebrados que en cuanto pueden se adaptan gustosamente a vivir como los que ellos califican como explotadores del pueblo. No quiero pensar mal, supongo que lo harán para probar en sus propias carnes los sinsabores de ese modo de vida y así poder explicárselo a los demás.

El fascismo, salvo algunos repuntes aislados y por poco tiempo en algunos países, ha desaparecido, lo que no es óbice de que en algunas sociedades existan movimientos de esa ideología, sin fuerza real alguna, prácticamente folklóricos.

Los dos totalitarismo nacieron en Europa, y la principal diferencia entre ellos consiste en las muertes que provocaron. El comunismo ya ha costado bastante más de cien millones de vidas (y sigue costando). El fascismo, incluida la guerra que provocó (a lo que contribuyeron las democracias occidentales con su política de no querer ver las cosas y mirar para otro lado), algo más de cincuenta.

Ahora en Europa lleva ya años desarrollándose, bajo la postura cómoda y políticamente correcta del buenismo, un tercer totalitarismo, que es el islamismo.

Para evitar malentendidos advierto que defiendo y defenderé siempre que en todas las razas, culturas, religiones, naciones, etc., hay buenas y malas personas.

Al hablar del totalitarismo islámico no me refiero a las personas seguidoras de la religión islámica, que como cualquier otra merece todos mis respetos, sino a aquellas fieles al Islam que, por las buenas o por las malas, pretenden imponer sus creencias, cultura y costumbres, como únicas válidas, a todas las demás.

En España llevamos años sufriendo, a ritmo creciente, dicho problema. Por desgracia, como suele ocurrir con frecuencia, gran parte de la responsabilidad es de la clase dirigente, de cualquier color, que ante todo tienen que aparentar que son buenos y comprensivos (que lo sean en realidad es otra cosa) y así arañar cuantos más votos puedan.

Hace pocos años, un musulmán denunció al maestro de un pueblo de Andalucía porque dijo que el microclima del que gozaban era ideal para curar jamones, y eso era una ofensa al Corán. En Barcelona hubo un movimiento, no sé si perdura, para convertir la plaza de toros en una mezquita, que ya abundan en varias ciudades. Hay barrios musulmanes por los que no es aconsejable pasear. Tan solo un alcalde de un pueblo andaluz se atrevió a decirles a unos padres musulmanes que exigían una comida especial para sus hijos en el colegio, venís aquí para disfrutar de las ventajas que os ofrece nuestra sociedad en comparación a la vuestra, en consecuencia debéis aceptarla, no solo en la parte que os conviene, si no estáis de acuerdo volver a vuestro país, y problema solucionado.

He visitado varios países musulmanes, y uno de mis máximos cuidados fue no contradecir ni una sola de sus costumbres, para no acabar en la cárcel. Sin embargo ellos aquí tienen derecho no solo a pisotear las nuestras, sino a tratar de imponernos las suyas, como ocurre en las zonas de ciudades en las que existe un núcleo algo numeroso de los mismos, donde impera su ley.

En Austria han expulsado a más de medio centenar de imanes; en Noruega han prohibido la construcción de mezquitas con dinero procedente de sus países. En España hasta hay partidarios de transformar la catedral de Córdoba en un templo cristiano-musulmán, ¡somos tan buenos!

¡Políticos!, están fomentando por inacción otro totalitarismo, luego nos lamentaremos todos.

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